En secreto

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Salí a tantear el barrio, la primera mañana, cuando se despierta uno tan pronto y tan despejado, con tanto día por delante que parece sin límite. Salí forrado contra el frío, con el chaquetón que nunca me llevo a España, porque allí no me hace falta, con la bufanda y la gorra de orejeras, y anduve por mi territorio querido de aquí, muy roturado por la cercanía y la costumbre, un país vecinal de fronteras porosas, aunque bastante marcadas. Limita al norte, Broadway arriba, con la universidad de Columbia; al sur más o menos con la calle 100, donde está mi chinoperuano favorito, La Flor de Mayo; al oeste con la perspectiva sobre el río desde la escalinata del general a caballo y la casa de Duke Ellington; al este llega hasta Amsterdam Avenue, con sus tiendas pobres y sus viviendas sociales donde viven sobre todo puertorriqueños, hasta la esquina de Amsterdam y la 100, donde está la sede de la biblioteca pública más espaciosa y más acogedora del barrio, la Bloomingdale Branch. Voy pasando revista a las novedades del barrio: las tiendas que han cerrado, los restaurantes baratos que ya no pueden pagar alquileres crecientes, el indio de la 107, las tiendas que resisten y hasta prosperan sin ser sucursales de bancos o de McDonald’s o Starbucks, las papelerías, las ferreterías, los tenderetes de libros de segunda mano, la vendedora ambulante de churros, con sus trenzas de india centroamericana, la tienda de vinos, la librería especializada en literatura infantil, el Tom’s Diner, el de Seinfeld y la canción de Suzanne Vega, donde siempre hay turistas haciéndose fotos delante del letrero luminoso. Por la calle se ve más gente pobre y deteriorada que en España. Siempre hay mendigos, casi todos negros, algunos con visible trastorno mental, escarbando en busca de monedas en las cabinas de teléfonos. Las cabinas ya sólo las usan los locos para mantener conversaciones telefónicas con fantasmas.  A algunos les sirven de urinarios. Camina a mi altura un hombre menudo, más o menos de mi edad, abrigado, aunque sin gorro, con la cara chupada, con una perilla negra, un poco desmedrado, las dos manos cerradas en torno a un vaso de café, que las mantendrá calientes. Le cara me resulta familiar y me fijo mejor. Es Fred Hersch, el pianista de jazz, uno de mis músicos favoritos. Tengo sus discos y lo he escuchado muchas veces en clubes de Nueva York, la mejor de todas en el Village Vanguard, donde tocaba sin acompañantes, él solo delante del piano, absorto, durante más de una hora. Me paro para cruzar y él sigue calle abajo por Broadway, junto a los cajones de frutas y verduras del supermercado Garden of Eden, que ponen una nota de color vibrante en la grisura invernal. Lo veo perderse de espaldas entre la gente, llevando consigo el secreto bien guardado de su talento.